Una plaza no es un trabajo, y crear un empleo no implica crear riqueza.
Una plaza es una definición de tareas a las que se les ha asignado un dinero, típicamente de un presupuesto público. Un empleo es una actividad que mantiene a una persona ocupada a cambio de un sueldo. Ninguno de estos dos conceptos implica una generación de riqueza, y no deben, por tanto, ser objetivo de la política.
Se pueden multiplicar los empleos a base de darles menos herramientas a los trababajadores: en vez de cavar un canal con palas, cavarlo con cucharas, requiriendo muchos más hombres. Pero aunque tenga a más adultos ocupados, se crearía la misma cantidad de riqueza: el valor finalmente tenga el canal para la comunidad.
Con la Revolución Industrial, la actividad económica tomó una forma mecánicista: se inventaron las factorías y empresas: lugares donde se organizaba la actividad de las personas como si fueran una gran máquina, cada persona haciendo una tarea especializada. Aparecieron entonces las plazas, y apareció, así, el desempleo: gente que no conseguía engranarse en estas máquinas humanas.
Desde entonces se empezó a creer que es una obligación de los gobernantes el crear plazas y empleos.
Pero esto ha sido un engaño: lo que debe promover el gobernante es que se cree riqueza en su comunidad. Y esto no se mide por la cantidad de plazas creadas, sino por la cantidad de nuevas necesidades cubiertas por el trabajo de las personas. Y esto, a su vez, se mide, típicamente, por el precio pagado por esos servicios (algo que se debe mejorar).
O sea que el papel de un gobernante debe ser, entre otros, ayudar a que se aumente la productividad de su gente. Y aumentar la productividad no implica necesariamente que se produzca más, sino, también, que se produzca lo mismo con menos esfuerzo.